lunes, 12 de marzo de 2012




Se trata del mismo mar de todos los veranos. Del mismo traicionero objeto de deseo, igual de inmenso, igual de inabarcable. A penas si la vista lo percibe en la lejanía, tan sólo adivina sus contornos pero es alarmantemente suficiente.

Cada tonalidad de azul hace pensar unas veces en frescura, otras en frialdad. Los tonos se confunden caprichosamente. Crestas de blanca espuma van y vienen, aparecen y desaparecen como la esperanza del amante indefenso ante los juegos seductores que confunden al más cuerdo de los hombres. Como el susurro de un tal vez en la madrugada.

Sin duda se trata del mismo mar de todos los veranos. Un día en él se pudo ver una balsa. En ella prendió una llama que alentada por las ráfagas de la brisa marina observaba crecer su ardor mientras el vaivén de las olas la mecía. Perdió el control y en esa pérdida la balsa vio quebrar su superficie y el profundo mar se la tragó.

Ahora sólo queda el agua salada, incapaz de saciar la sed. El mismo mar de todos los veranos puso a cada cosa en su sitio con la única ayuda del tiempo, que recuerda que tras el último aliento no queda nada que esperar, ni siquiera que añorar pues no se puede echar en falta algo irreal construido con anhelos confusos y equivocados.

Sólo permanece ya, el frío mar, el mismo mar de todos los veranos.

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