lunes, 21 de mayo de 2012

Bálsamo de lluvia


Dejemos que la lluvia haga su trabajo despacio, dejemos que caiga de manera lenta pero constante, iluminada por los faros de un coche en la madrugada, silenciosa tras el parabrisas, pues queda muda al resbalar por el frío metal sin a penas desgastar la pintura, sin a penas rozar tus labios cuando asomas la cabeza por la ventanilla y sientes en la frente algo parecido al llanto que se desliza por las mejillas cuando brota sin llamarlo.

Dejemos que la lluvia haga su trabajo despacio, que lama pausadamente las heridas y borre las huellas horadadas por un fracaso que te mira desafiante y te hiere, pero que te acompaña húmedo y callado asemejándose a la brisa cuando te azota la cara al asomarte al acantilado.

Dejemos que la lluvia haga su trabajo despacio, que se fusione con la tierra para convertirse en barro en una unión perfecta, como la de los cuerpos de dos amantes que se devoran bajo el sol abrasador una tarde de verano. Barro oscuro como la noche, barro taciturno como la soledad, barro aceitoso como la semilla de una media verdad que lucha por sobresalir en un mar de cenizas que la sepultan cada día, que la atrincheran en el fondo azabache de la conciencia, que la revisten de mentiras aprendidas y repetidas sin descanso hasta que logran confundir su naturaleza, hasta que consiguen desvirtuar su encanto.

Dejemos que la lluvia haga su trabajo despacio, que se erija en fina cortina que oculte el camino exacto, ese que todos buscamos para no encontrar jamás, para desviarnos por mil y un afluentes de un río turbulento y macabro. Para sumergirnos en los sinsabores de las baldosas de cerámica que te muestran el umbral de la mansedumbre, de la cálida y amarga seguridad.