sábado, 10 de marzo de 2012


Como los múltiples colores que la luz blanca deja pasar, como las mil aristas de una piedra abandonada en el camino, así somos tú y yo de distintos en medio de la inmensidad. Todo empezó una tarde de siesta en medio de la nada...

El viento del sur llegó despacio, sin hacer ruido. Ráfaga a ráfaga se fue colando entre las esquinas hasta copar por completo las calles y alborotar a las hojas de los árboles que se removían divertidas haciendo crujir con su continuo vaivén a las frágiles ramas de madera.

Era cálido y suave, y se agradecía su roce en las mejillas en esos fríos días de marzo cuando el invierno se resistía a decir adiós. Su brisa formaba pequeños remolinos en el suelo polvoriento de una calle solitaria. Bajo su hechizo las pequeñas motas de polvo abandonaban su estado soñoliento y decidían unirse en una danza misteriosa que las elevaba por encima de la calzada. Se dejaban llevar, arrastrar por el empedrado hasta hacerse fuertes. Unidas al viento llegaron a formar un torbellino en espiral que lejos de su incipiente tono divertido, se volvió de repente áspero y rudo y comenzó a hacer tambalear a su paso, todo aquello con lo que se cruzaba.

El impetuoso vendaval durante su acelerada carrera tiró al suelo los frágiles y delicados objetos que momentos atrás decoraban los alféizares de risueñas ventanas de vistosos colores. El ruido de los pedazos contra el suelo asustó e hizo salir de su tranquila morada a una temerosa habitante a la que la determinación pudo más que el miedo.

Pero al salir, se hirió los pies. Sin embargo no se detuvo. Comenzó a caminar descalza sobre restos cristalinos. Era punzante el sentir a cada paso, haciendo equilibrios sobre una afilada cuchilla forjada con palabras. Al caminar se hundía más y más y la herida se abría, permanecía fresca alentada por su deambular. Decidió sumergirse en el mar, y el agua salada tan sólo escocía y las heridas seguían sin cicatrizar.

Nada podría ya curarla, nada más que un bálsamo inalcanzable, enmarañado, sin visos de hacerse realidad. Sólo la quedaba parar, dejar de caminar. Tumbarse en la ardiente arena y contemplar como su cuerpo desaparecía tragado por diminutos granos de polvo.

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