martes, 27 de marzo de 2012

Nada

Despertó sobresaltada. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a una estancia oscura en la que tímidamente se abría paso un punto y tras él una estela blanquecina. Eran las tímidas luces del amanecer que a penas si despuntaban al fondo de la ciudad. Trató de tragar saliva pero entonces sintió como las paredes de su garganta luchaban en vano por despegarse. Salvo esa sequedad, dentro de ella sólo pudo sentir el vacío inmenso de la soledad que le mostraba un futuro que aparecía distorsionado en su visión, sin que al parpadear, la imagen apareciera nítida en su mirada.

Entonces, de repente y sin invitación, la mañana se alzó ante ella como una losa, hundiéndola en el húmedo colchón deformado por el peso muerto de un cuerpo que a penas se había movido en la noche, en la oscuridad. Había permanecido inmóvil con la tímida esperanza de que la nueva luz despejara la pesadilla para siempre.

No fue así, y recordó que un día tras otro, inevitablemente, amanecía empapada en sudor, percibiendo sobre su piel el olor dulce de sus miedos que se colaban como fantasmas en medio de las tinieblas. Casi siempre acompañaba al despertar un grito ahogado que formaba un nudo, aprisionando las cuerdas vocales. Unas membranas ajadas por el tiempo que trataban de recordar, en vano, la última vibración de carcajadas. Intentos fallidos, una simple muestra de un pasado siempre mejor.

El aborto de estas risas atormentaba unos pensamientos que caían en la locura del espacio curvo de una mente apesadumbrada, y las notas de aquella tonada martilleaban sin cesar, repitiendo la misma frase de una vieja canción “...mañana jamás se parece a ese mañana de ayer...”.

Decidió levantarse y encender el primer cigarrillo. Mientras la ceniza se desvanecía lentamente empezó a recordar las últimas horas de la madrugada. Ante ella se presentaron escenas llenas de desenfreno, cartuchos enmascarados para ahogar en sexo y sustancias prohibidas las decepciones del día. Los antros de perversión nocturna una vez más no sirvieron. Los amantes puntuales se transformaron en sucios reflejos de una búsqueda desesperada de complicidad.

Noche tras noche, cual suicida incandescente, permitía que la tortura continuase, se veía atrapada y arrastrada por una debilidad envuelta en vapores de alcohol. La noche anterior no había sido distinta. El recuerdo de la silueta de aquel hombre, uno más, apareció difuminada entre bocanadas de humo negro. El sabor a hiel regresó al paladar al recordar como el asco que sentía no consiguió detener las ásperas caricias, ni su lengua, esa asquerosa lámina carnosa que dejaba un rastro pringoso sobre su piel.

Un escalofrío le recordó aquellas cadenas que representaban unos fuertes músculos enrollados en sus piernas a las que llenaron de moratones mientras unas torpes manos arrancaron el encaje que cubría sus secretos, que en ese casi soez momento, se abrieron indefensos ante la mediocridad. Pero no lo detuvo. Dejó hacer, como si mereciera e incluso deseara el castigo. Cada envestida fue el latigazo que su alma pedía a gritos, la redención buscada en un inocente intento de redimir sus errores.

Ahora, en la mañana, al recordar cómo se deslizaba el elixir de su éxtasis por sus húmedos muslos una arcada le sobrevino repentina. Se sintió sucia, engañada por ella misma, perdida en la sinrazón de sus propias locuras, pero el reloj avanzaba hacia una nueva noche, otra más, que no distinta. No existía el fuego que purificase, no habría perdón tras la penitencia cumplida, nada saciaría el tormento. Nada. Vacío. Pérdida. Confusión. Pánico. Huída. Oscuridad. Nada.

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