martes, 13 de marzo de 2012


Llevaba toda la vida tallando diversos objetos y figuras de madera, pero nunca le había pasado nada parecido. Sus manos resultaban al tacto y a la vista feas, incluso desagradables. No en vano, serían millones las veces que la fina hoja del cuchillo se había deslizado por su palma sin querer, en un descuido tras los rápidos movimientos con los que daba forma a los trozos de materia.

También serían millones las veces que las astillas del orgánico material se habían incrustado en la piel, astillándola, desgastándola, borrando y sustituyendo las líneas de la mano por otras más fuertes y negras. Más que líneas parecían surcos que horadaban sus palmas.

Los dedos estaban deformados, torcidos, o según se mire, moldeados por el trabajo artesanal, y a estas alturas habían perdido la recta senda con la que nacieron.

La cuestión es que deformaciones a parte, él siempre había sido el dueño de su imaginación, siempre había dirigido el curso de sus movimientos para crear una u otra cosa, pero esa tarde no fue así.

Era un día de verano, pegajoso, no se movían ni un ápice las briznas de hierba que sin embargo eran doblegadas  a su paso, allá en el raso. Iba en busca de material, como todas las tardes. Esa vez un trozo de madera peculiar llamó su atención. Era de encina, como la mayoría de los árboles de la zona. Rojiza como el fuego y moldeable como el agua. Se enamoró del caprichoso fragmento en cuanto lo vio.

Trancurrieron inmóviles los segundos, sin duda había quedado hipnotizado, hasta que de pronto una sensación de cosquilleo le recorrió el cuerpo y sintió tal impaciencia por tallar el pedazo de madera que tenía entre sus dedos, que no esperó a llevarlo al taller sino que sentado en una piedra, sacó su navaja y comenzó a moldear el basto material. Lo iba puliendo a medida que lo daba forma. El trabajo no le resultaba ajeno, pero a la vez percibía extrañas sensaciones pues sentía que no era dueño de sus movimientos. No era capaz de saber qué estaba haciendo y cuál iba a ser el resultado de su obra.

Como si estuviera poseído, pasaba una y otra vez el cortante filo por las capas del fibroso material, sin apenas conciencia de lo que hacía. Era un ritmo tan frenético el que tenía que no le importaba que de vez en cuando se le escapara la cuchilla y rasgara su fina piel. La sangre que brotaba de los cortes de la piel se confundía y mezclaba con el sudor que resbalaba por sus ajados y musculosos brazos.

Pasaron los minutos, y ante sus atónitos ojos iba cobrando forma su inquietante obra.

Cuando acabó no dio crédito ante lo que tenía ante sí. Era una tablilla que representaba una curiosa escena. Dos hombres luchaban sumergidos en un caldero de agua hirviendo mientras en corro, varias mujeres semidesnudas les rodeaban en una especie de siniestra danza. Lo que más le espeluznó es que la cara de los hombres era la suya propia, una de sí mismo a una temprana edad, y otra con largas barbas y arrugas en la piel.

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