Todo descansaba
en sus manos y todo se concentraba en unas pupilas desafinadas. El peso
doloroso de un fracaso era ya un borroso reflejo en su rostro.
Sobre su pálida
piel a la intemperie, se deslizaban las hojas hirientes del destino y siempre
su mirada movida, destilaba, gota a gota, error tras error el mismo elixir
contradictorio mientras permanecía inmóvil, impasible y sin pensar, nunca se
permitiría pensar, jamás se lo perdonaría.
Sólo sabía que
allá donde posara su mirada siempre tendría la eterna sensación de estar
luchando contracorriente. Sobre su mente siempre se repetiría el mismo patrón:
cúmulos de nubes formándose despacio para estallar finalmente en un sobresalto,
como una tormenta de verano que sorprende de improviso en medio de una inmensa
soledad.