jueves, 12 de abril de 2012

Bendita frivolidad


No hay mejor antídoto para pensamientos y sentimientos peligrosamente intensos, que una buena dosis de frivolidad. Eso pensó la joven Helena después de enjuagarse las lágrimas en un desgastado pañuelo de papel, y no se equivocaba, no.

Acababa de sonar por enésima vez “Canto, el mismo dolor” de su querido Enrique Bunbury y se estaba mascando en el ambiente un cortocircuito de tanto dar al replay con esos finos, largos y pálidos dedos, ahora cubiertos de agua salada.
Además hacía un día precioso para desperdiciarlo quedándose encerrada en casa, languideciendo tumbada en la cama, aferrada a un cojín y escuchando tristes melodías sumida en una borrachera de compasión y brindis al sol.

Después de la tormenta, del portazo y de la promesa de no regresar jamás, se desató el animal herido, momentos antes encarcelado a causa del orgullo y las dañinas palabras. Pero esta vez, Helena no se abandonó a las bajas pasiones de la depresión. Por su mente inquieta desfilaban los destellos de otras, de muy distintas bajas pasiones, más oscuras, que la seducían con tan sólo imaginarlas.

No señor. Esta vez no lo iba a permitir, así que lo primero era crear un ambiente propicio.

Se levantó muy resuelta del sofá, casi de un respingo como si se le hubiera clavado un alfiler. Un gesto muy habitual, propio de su carácter nervioso e impulsivo que la llevaba del éxtasis al abandono en tan sólo unas décimas de segundo. Se dirigió hacia su vieja colección de discos y eligió un recopilatorio de éxitos de baile de los setenta. “Música de Disco”, aparecía en la portada del CD, en letras rosa fucsia, debajo de una gran bola plateada y destellante que podía pender del techo de cualquier discoteca sacada de una película de los inicios de John Travolta.

Realmente el disco no era suyo sino de su hermano mayor, pero en la mudanza siempre se traspapelan cosas. Será cosas de Meigas, pensaba mientras sonaba Ring My Bell de Anita Ward y sus pies se movían rápidos y alegres por el salón. “Last dance, last dance” surgía de la voz de una inolvidable Donna Summer mientras el ritmo se apoderaba irrefrenablemente de su cuerpo y no podía dejar de bailar, en una especie de danza frenética en la que le acompañaba un desgarbado peluche. Era una escena peculiar, entre infantil y grotesca pero cumplía a la perfección su objetivo desinhibidor.
Tras los primeros instantes de subidón que la habían sumido en un tribal trance, fue desplazándose rítmicamente sin dejar de bailar hasta la habitación. “...Love is in the air...everywhere I look around...”, es curioso, esa música siempre le había gustado más que la que ponían en la discoteca en los noventa, cuando era una quinceañera a la que le encantaba bailar... y algo conservaba de ella sí...

-Vamos a ver, Sergio, Yolanda, y los demás estarán dónde siempre, no creo que tenga que llamar si quiera... “I'm crazy like a fool. What about it Daddy Cool?” --coreaba junto a Boney M. -Eso sí, se van a quedar alucinados cuando me vean aparecer por la puerta del bar, siempre les digo que este fin de semana no puedo, que tengo lío en casa... excusas para no cambiar la rutina, para no dejar que nada interfiera ni perturbe la tan buscada estabilidad.

Pero hoy algo había cambiado.

Para abandonarse a la frivolidad, se encontraba en la ciudad perfecta. Además en estos tiempos estaba muy de moda salir un domingo a la una de la tarde como si fuera sábado noche. Maqueada y dispuesta a quemar el asfalto, todo un contraste con el sol del medio día, las familias paseando divertidas con los niños (casi todas sus amigas y amigos estaban en este bando) y los abuelos yendo a comprar el pan. Pero Madrid es así, una ciudad llena de contrastes.

Fue una tarde divertida. Llena de risas, bailes y charlas sin importancia o llenas de ella, según se mire. Pero al día siguiente había que madrugar y el ambiente empezó a decaer no mucho más tarde de que se pusiera el sol. Casi mejor así, se auto convenció la impaciente e insaciable Helena mientras se dirigía a una casa incierta, en la que no sabía si la recibiría alguien más a parte de su desgarbado y requete sobado monstruo de peluche.

Subió las escaleras deprisa, de dos en dos, no impulsada por el frío de la calle sino por la curiosidad mezclada con incertidumbre e ilusión. Abrió la puerta bruscamente. Todo estaba en calma, oscuro y frío. Mientras avanzaba por el pasillo fue encendiendo una a una las luces a la vez que algo se apagaba en ella, muy dentro, muy profundo.

Se dirigió hacia la ventana. Descorrió la cortina lentamente y se sobresaltó al mirar tras ella y verse reflejada en el cristal. El más absoluto y aterrador pánico se apoderó de Helena.

Del susto, tropezó con la cortina y se precipitó hacia atrás. De no ser por la cadena musical se hubiera dado un buen trompazo, pero su mano amortiguó el golpe a la vez que presionó el botón del play. “Fly, Robin Fly”... repetían sin cesar.... volar sí eso es... pensó Helena... y lo haría, volaría, partiría de esa ciudad... no cabía duda, ¡Bendita frivolidad!