Él era control, puro control. Seguía un camino acotado por sus propios límites. Eso sí, eran barreras muy estudiadas y acordes con lo que consideraba que era conveniente para él.
Siempre caminaba con paso firme, decidido. Avanzaba por un sendero flanqueado por unos cauces construidos desde su propia determinación. Era frío, pero no carente de sentimientos. Sentía, claro que sí, pero sólo se permitía sentir dentro de un desahogo controlado. Además lo hacía cada vez más a menudo. Pero esa pasión desatada que en ocasiones mostraba, tan sólo fluía en un ámbito definido por él mismo como: frivolidad necesaria. Únicamente se permitía sentir sin pensar, en un ambiente propicio para ello, según su propia lógica.
Era ese universo loco, bohemio, en el que todos los que participaban se alimentaban de la misma catarsis. Ahí no desentonaba dar rienda suelta a sus instintos, eso le gustaba, y lo hacía. No se sentía incómodo, pues el mostrar los más oscuros sentimientos estaba en cierta manera controlado y permitido por el ambiente. Aún así, siempre lo hacía con el freno puesto. Aunque fuera lentamente, con suavidad, él nunca levantaba el pie de la consciencia, nunca se separaba del todo de su origen racional. Ni siquiera en instantes de frenesí.
Sin embargo, él era sensible, a veces incluso mínimamente empático con aquellos con los que se topaba. Pero esa empatía tan sólo duraba un instante. Casi inconscientemente una mirada crítica, con afán de análisis envolvía sus ojos castaños. No podía evitarlo. Él era así. Sistemático, analítico, racional hasta el extremo. No paraba de calcular cada movimiento, de prever cada consecuencia.
Hasta dentro de su propia válvula de escape, todo estaba sometido a un esquema predeterminado. Había escogido como fuente de descontrol el canal más predefinido de todos, dónde hasta la más mínima improvisación seguía un parámetro. Algo difuso, eso sí, muy nebuloso, pero un parámetro al fin y al cabo. Se le podría definir como un hombre románticamente pragmático, que hace gala de un auténtico estoicismo romano.
Pero un día este hombre cruzó un límite que le llevaría a vivir una experiencia que escaparía a su control. Algo tan tonto como pasarse una estación de metro le colocaría en un escenario desconocido, localizado fuera, muy lejos de su itinerario.
Acaba de poner punto y final a una noche llena de ese frenesí controlado, plagado de esa frivolidad necesaria, y volvía a casa en el último tren de madrugada. Estaba cansado, agotado físicamente hasta tal extremo que se quedó dormido en el vagón. Sólo fue un instante pero el suficiente para que cuando abriera los ojos descubriera que se tenía que haber bajado varias estaciones atrás.
Le dio tanta rabia haber perdido el control de su itinerario, que sin ni siquiera pensar dónde estaba se bajo en la siguiente parada, con la intención de cambiar de andén y volver sobre sus pasos. Sin embargo no cayó en la cuenta de que había cogido el último metro y de que ya no pasaban más trenes en ninguna dirección.
Pero lo peor de todo, es que se había entretenido tanto en el andén reprochándose así mismo el fallo de quedarse dormido, lanzando puños al aire y mascullando improperios, que las puertas del metro se habían cerrado por esa noche. Estaba atrapado.
Fue tal la rabia que sintió por tener que enfrentarse a un imprevisto que hizo algo impensable en él. Saltó furioso a las vías de la estación con la mirada nublada por la ira y se puso a caminar por entre los raíles para intentar llegar a otra estación cercana en la que quizás las puertas no estuvieran aún cerradas.
Hacía frío, pero era tal la rabia que desprendía que no sentía más que un calor pegajoso adherido a su piel donde un ejército de diminutas hormigas se paseaban por sus extremidades, donde la sangre no paraba de bullir. Estaba tan ciego que no se percató de que la vía se bifurcaba en dos caminos.
Él siguió recto, sin mirar al frente, si lo hubiese hecho quizás hubiera dado media vuelta, pues a cada paso que daba la oscuridad se hacía más y más espesa, y la débil luz que anteriormente se adivinaba a lo lejos se había quedado atrás, en la otra dirección que le ofrecía la bifurcación del camino.
Cuando se percató de que estaba adentrándose en un terreno peligroso, fue demasiado tarde para regresar. De repente no veía nada. Giró presa del pánico y terminó de desorientarse por completo. Sus pupilas nerviosas trataban de abrirse más y más, pero no lograban captar ni una débil luz a su alrededor. Se acercó a la pared que tenía a su derecha y torpemente empezó a palpar su rugosa y polvorienta textura, buscando una pista para encontrar un camino de regreso.
Al cabo de unos minutos de frenética actividad que le propició incontables rasguños y arañazos en manos y brazos, encontró un hueco en la pared. Parecía una puerta escavada a media altura. La cruzó no sin que un regusto amargo y espeso le subiera por la garganta y se asentara en el paladar. Síntoma de un pánico extremo que no tardó en confirmar los peores augurios. En un instante sintió un fuerte golpe seco en la cabeza y esta vez la oscuridad que le embargó dio paso a la tranquilidad del sueño.
Una molesta cascada sonora plagada de carcajadas entrecortadas, ruidos de cristales y salpicada por un martilleo machacón, fue la causante de que débilmente y no sin resistencia, nuestro protagonista despertara del sueño inducido horas antes por causas nada agradables.
Nada más volver a la consciencia sintió una molesta presión en las muñecas que se convirtió en una punzada de dolor cuando trató de moverlas. Estaba atado con un sucio cordel, despeluchado en ásperos hilos amarillentos que hacían que la piel le escociera como si hubiese estado horas y horas a la intemperie, bajo un sol abrasador.
Se encontraba sentado y apoyado en una pared de la que goteaba sin parar una tubería oxidada que tuvo que esquivar al levantar la mirada para no darse con ella en la cabeza. Cuando miró al frente, el regusto amargo volvió a su boca.
Sentados en cajones de fruta de madera, alrededor de un tablón lleno de aristas, a guisa de mesa improvisada, se reunía una espeluznante pandilla. Cinco hombrecillos con aspecto de mugrientos mafiosos daban voces y puñetazos en la original mesa mientras participaban de un animado y desordenado juego de cartas. Parecía que no llevaban un turno establecido, pues los naipes se cruzaban entre sí en el aire lanzados por varios de estos taimados tahúres mientras se pasaban unos a otros una botella de licor.
De repente uno de ellos, al parecer cansado de tan caótico juego, se levantó bruscamente y su mirada fue a topar con la de nuestro hasta entonces, controlado hombre.
- Vaya, vaya, si la bella durmiente se ha despertado al fin.
Tenía una voz ronca y profunda, segura de sí misma, como la manera de andar con la que con a penas tres pasos se plantó en frente de nuestro protagonista.
El hombre control no fue capaz de despegar los labios.
-¿No dices nada eh? Pues tenemos un problemilla… ¿qué vamos a hacer contigo?... sin dinero, sin nada de valor en los bolsillos, ni siquiera eres atractivo para que nuestro querido “Amapola” se divierta contigo, ja,ja – comenzó a reírse mientras se giraba y hacía aspavientos de complicidad a sus compinches que no tardaron en acompasar sus desagradables risas a las de su compañero.- No nos queda más remedio que deshacernos de ti, quizás así nos divirtamos un poco, ja,ja
Acto y seguido, el hombrecillo que se había dirigido a él se acercó con una sucia navaja entre los dedos dispuesto a utilizar a nuestro hombre de lienzo.
El hombre control no podía reaccionar. El miedo paralizó todos y cada uno de sus movimientos. Por primera vez en su vida, los acontecimientos le superaban, no sabía que podía hacer, qué podía decir. El control que hasta ahora había dominado todos y cada uno de sus pasos se había desvanecido, hasta que al girar la cabeza levemente hacia sus pies, vio un viejo y mugriento violín medio escondido por una sucia manta gris, arrinconado contra la pared.
-Un momento, esperad… -consiguió balbucear.- Quizás si que hay algo que pueda hacer por vosotros. Aquí estáis muy aburridos, y yo soy músico, y veo que tenéis un instrumento ahí debajo, quizá pueda alegraros un poco.
El hombrecillo retiró la navaja de la cara de nuestro hombre, y mitad curioso, mitad divertido, sacó de entre los escombros al maltrecho violín. Tenía las cuatro cuerdas rotas y el abombado cuerpo de la caja de madera estaba tan desdibujado y lleno de grietas que a penas si era una sombra del estilizado instrumento con forma de reloj de arena que debió de ser antaño. Sin embargo, ante los estupefactos ojos de nuestro protagonista, cuando el hombrecillo lo cogió entre sus manos las cuerdas se tensaron y la humedad de la madera desapareció curvándose hacia dentro y recuperando la hermosa forma oval que lo caracteriza.
El hombre control no sabía qué brillo destacaba más en aquella sombría estancia, si el de un barniz asombrosamente recuperado sobre la superficie del violín o el de los ojos grises de aquel hombre que le tendía el instrumento mientras le lanzaba un desafío que le resultó tan extraño como imprevisiblemente familiar:
-Interesante propuesta muchacho. Tocar para nosotros… ummm… nada descartable… pero aquí todo tiene unas condiciones y todo responde a un por qué y a un desafío. Te propongo un trato- Sentenció firmemente mientras asió por los hombros a nuestro protagonista.- Todo músico que se preste, al fin y al cabo, no es más que un narrador de historias, y me parece que tu libertad va a depender de la verosimilitud de lo que nos cuentes a través de este pequeño tesoro.
Acto y seguido, y casi sin tiempo para reaccionar, dos de los peculiares compañeros de juego se levantaron y cortaron las cuerdas que ataban las manos de nuestro protagonista y con una fuerza asombrosa le pusieron de pie casi de un solo movimiento. Éste, liberado ya de las molestas y nudosas cadenas cogió delicadamente el violín entre sus manos, y rápidamente comenzó a afinarlo.
Los hombrecillos hicieron un círculo en torno a él mientras contemplaban el meticuloso ritual. El hombre control hizo descansar confortablemente el violín sobre sus hombros. Puso la mano izquierda bajo la unión entre el cuello y el cuerpo del delicado instrumento que se mostraba ante la vista liviano, presa de un suave balanceo, y con los ojos entrecerrados se dispuso a golpear suave pero firmemente las cuerdas mientras giraba la clavija con la otra mano. Los tonos se iban acompasando en una estructura lógica en torno a las notas la, mi, re y por último sol.
Cuando nuestro hombre se sintió satisfecho de su preparación, flexionó ligeramente las piernas y tras un leve respingo comenzó a tocar una alegre melodía celta que invitaba a danzar a aquellos extraños espectadores que le habían rodeado expectantes. Era una canción llena de contrastes, rebosante de una métrica muy compleja que se desarrollaba como una melodía circular que parecía no tener un fin aparente, cediendo sin pausa al siguiente verso o repetición.
Cuando terminó la melodía, el cabecilla del grupo, volvió a dirigirse a nuestro hombre:
-Interesante historia. Aparentemente despreocupada y con la intención de relajar el ambiente, pero escondiendo una terrible frustración y miedo ante lo desconocido, sobre todo si no lo puedes controlar, si no lo puedes prever. –Sus palabras cayeron como una losa, sentenciando, describiendo a la perfección el sentido con el que el hombre control había interpretado la alegre tonada. Sus ojos grises ni siquiera parpadearon y continuó hablando despacio.
- Eres extremadamente cuidadoso al tocar, matemáticamente correcto, pulcro, pero escondes demasiado y eso hace que al final la melodía sea previsible, por la atadura a la que la sometes. Así nunca serás un verdadero narrador, pues temes dar rienda suelta a tus verdaderos pensamientos, temes desnudarte.
Aquí hizo una pequeña pausa que aprovechó para escrutar el semblante de nuestro protagonista. Estaba serio, pero aparentemente no temeroso. Sin embargo una casi imperceptible tela nebulosa hacía temblar su iris y esto delataba que había una mayor humedad en sus ojos, más de la corriente.
- Pues bien como te decía antes, el trato es el siguiente.- continuó hablando el cabecilla mientras jugaba con la navaja entre sus dedos- Tienes la oportunidad de quedar libre si eres capaz de relatar con veracidad una historia. La que tú quieras, pero tienes que llegar a transmitir su sentido con tal claridad que los aquí presentes logremos sentir en una misma dirección. Eso sí, tienes que hacerlo con honestidad.
Estas últimas palabras las pronunció de manera más sinuosa, arrastrando cada sílaba mientras acercaba la navaja al rostro de nuestro protagonista.
- Y como aliciente mi afilada compañera podrá verse tentada a bailar sobre tu rostro con mayor o menor cuidado- y posó el filo cortante de la navaja justo debajo de la cuenca de esos ojos castaños tan profundos y tan opacos como el sentido de su alma.
El hombre control respiró hondo, lanzó una trémula mirada al techo y cogió con delicadeza el arco del violín. En un segundo pudo recordar el por qué había decidido aprender a tocar un instrumento tan temperamental, tan sensible a la presteza de quien lo toca y tan sumamente sensitivo que es fácil caer fuera de tono y sacar de él notas apagadas, pero que sin embargo si se toca bien, desprende las más dramáticas y bellas melodías jamás escuchadas, pura emoción.
Aprender a tocar este instrumento tan complicado fue para él un reto, uno más de todos los que se había fijado desde que era pequeño, y uno más que logró, pues siempre había conseguido alcanzar todas sus metas, realizar todo aquello que se había propuesto y tocar el violín no era algo que pudiera escapársele de las manos.
De hecho siempre se le había dado bien, pero a medida que pasaron los años y su carácter se fue forjando e inclinando hacia la racionalidad y el orgullo, pasó de ser un verdadero músico con mayúsculas que transmitía emoción en cada compás, a convertirse simplemente en un virtuoso que interpretaba a la perfección cualquier partitura.
Hasta en los momentos de pura improvisación, ésta se mostraba contenida, sujeta por el estribo de su conciencia, frenada para no dejar que se adivinara ni un resto de debilidad. Tenía verdadero pánico a mostrarse tal y como era, a verse desarmado desde su interior. Por eso resultaba alegre pero frío tocando. Técnicamente perfecto y humanamente desacompasado.
Y ahora, en ese preciso instante, su vida dependía de un nuevo reto. Pero era el más difícil de todos, pues consistía en desarmarse a sí mismo. Se trataba nada más y nada menos que de quitarse en un instante una coraza fuerte y dura, llena de capas con aristas entrelazadas forjada a lo largo de años de lucha constante entre lo conveniente y lo deseado, entre la racionalidad y la pasión.
El hombre control, por fin hizo descender su mirada del techo y comenzó a tocar. Las notas surgían impolutas de su violín, resultaban firmes y serenas pero carentes de emoción. A cada compás enconsertado le seguía un arañazo sobre su piel de la oxidada navaja, que sin piedad ejecutaba la danza advertida minutos antes.
Al final de cada parte de una serenata en si bemol menor de Tchaikovsky que había escogido como reflejo de sí mismo, composición tranquila, segura y firmemente melancólica, la navaja se clavaba levemente en su rostro dejando surgir finos hilos color púrpura que se mezclaban con las lágrimas saladas de la impotencia. Escozor, tan sólo sentía un punzante escozor que no provenía precisamente de su rostro dolorido.
Sin embargo estaba siendo honesto con su interpretación, él era así y así lo estaba contando. Se describía a sí mismo como alguien complicadamente superficial sin ánimo ni tesón para cambiar el rumbo concienzudamente escogido, y esto lo sabía el hombre de la mirada gris, por eso dejó de presionarle el rostro. No tenía remedio y tampoco tenía por qué tenerlo.
Esta experiencia no le iba a servir para cambiar, no le iba a hacer mejor persona, no iba a crecer en ningún sentido, tan sólo serviría para que se conociese mejor así mismo.
Tras media hora de pasión controlada, de un goteo constante de piezas de un puzzle proyectado hacia el exterior que le dejó exhausto, el hombre control se desplomó. Cuando despertó estaba en el frío andén donde 24 horas antes había cogido el último metro. Instintivamente se llevó las manos al rostro, y percibió las poco profundas señales de los surcos horadados por la navaja. No había sido un sueño, ni una pesadilla. Fue real. Y prueba de ello era también ese violín que se encontraba a sus pies, testigo de primera mano del fracaso de una batalla de antemano perdida, pues los cambios no se producen si no hay voluntad de llevarlos a cabo. Y el peso de la rutina, de la acomodada consciencia suele ser tozudo, como la vida misma.