Cuando la mirada se vuelve indiferente y el paso al caminar
se atenúa tanto que parece detenerse, ya
no queda ni un mísero refugio para el alma.
Es como si el frío se hubiera apoderado de uno de repente. Igual
que un mineral, el corazón resulta tan plano, brillante y resbaladizo que la
hermosura para la vista se convierte en desdeñosa para el tacto por
inabarcable, por escurridiza.
A fuerza de tanto lijar te conviertes en un espejo casi
perfecto, pero sin contenido manifiesto. La luz se refleja de manera mágica,
disolviéndose en millares de puntitos destellantes que se proyectan en
magníficos y atrayentes haces perpendiculares. Pero nada logra atravesar esa
bella superficie, ni nada se filtra desde su misterioso interior.
Cual útero infértil las nuevas experiencias del día a día no
consiguen arraigar, ni siquiera dejan una tímida huella de su paso fugaz, pues
las paredes extremadamente suaves impiden cálidamente su apego.
Te has convertido en una amable máquina de repeler todo lo
que se acerque a tu persona en un rechazo inconsciente pero tremendamente
firme.
Las pupilas solo se sienten cómodas en la oscuridad. Se
dilatan obscenamente al divisar una tímida luz al fondo. Al acercarse a ella,
vuelven a contraerse de manera rápida y esquiva al mismo tiempo. Aristas, todo
es percibido con dobleces y salientes puntiagudos.
¿Dónde queda aquella pasión desmedida e inconsciente? ¿Dónde
se ha escondido esa sensibilidad extrema, llama inflamable de los más suicidas
sentimientos, motores chillones de la existencia? ¿Cómo esa burbuja
impenetrable ha logrado abrirse camino y rodear asfixiantemente a la auténtica
emoción? Si nada es capaz de conmover, nada es el asesino más despiadado al que
se le ha podido abrir la puerta.
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