martes, 28 de mayo de 2013

Antártida



La ventana se abrió en plena tarde de siesta, y un soplo de aire fresco bailó con las cortinas sin que nadie le esperara, sin que nadie viera esa tímida pero risueña brisa como la respuesta tanto tiempo buscada.
Como esa ráfaga de viento, entraste en mi vida. Despacio, casi susurrando, colándote poco a poco en mis entrañas, sembrando con tu cálida y a la vez distante caricia sentimientos encontrados. Lentamente fuiste posándote en mi hasta que el temor de perderte despertó la conciencia adormilada de la pasión. Y ese fue el comienzo, o quizás fue el fin, o tal vez fuera lo mismo.




Entonces me perdí en tu perfecto paisaje helado. Pues no hay nada más insensato que intentar hacer una hoguera en un frío lecho de nieve en medio del desierto de la consciencia. Pues no hay nada más suicida que pretender que esa débil llama se devore a sí misma y que crezca alimentada por su propia esperanza. Pues no hay nada más ilógico que tratar de calentarse con el tenue calor que desprende ese fuego. Y sin embargo, pese a la absurdidad de la lucha de elementos tan antagónicos, el fuego crece y reconforta en un mar de hielo.
 
Cuanto más agudas son las aristas de los témpanos, más escurridiza y rebelde se vuelve la llama que lame, delicadamente pero con firmeza, la lisa superficie helada que se derrite gota a gota, despacio, tan suavemente como se formó, para después desaparecer susurrando, sin dolor, sin herir. Simplemente se consume igual que la llama, sin dejar huella, sin marcar, sin más presencia que el recuerdo de la silueta de una hoguera en la nieve, sin más rastro que las motas de polvo que arrastró aquella ráfaga de viento que entró por mi ventana.

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