viernes, 16 de marzo de 2012


Aquel “no” sonó de manera tan rotunda que provocó que la escena quedara congelada. Nadie podía imaginar que de aquella diminuta muchacha de expresión dulce y ojos cálidos surgiera un “no” tan fuerte y definitivo, y de un modo tan inesperado.

Ninguno de los allí presentes se atrevió a mover un ápice de su cuerpo. Miento, lo que sí movían nerviosos eran sus ojos, que no posaban la mirada en un mismo milímetro cuadrado por más de un segundo.

La madre, más acostumbrada a los ataques de ira de su hija no podía evitar que el lagrimal se desbordara, algo por otra parte habitual en sus últimos años de vejez en los que la sensibilidad extrema iba ganando terreno. Pero tras las primeras lágrimas la confusión empezó a rondar su mente. Ella fue la única que percibió que no se trataba de un “no” histérico propio de anteriores situaciones vividas, fue un “no” sereno pero robusto, erigido en un grito sí, pero no chillón, más bien grave y sin visos de respuesta. De ese matiz la madre se percató tras los primeros instantes.

El resto de familiares tan sólo percibió su superficie, pero fue suficiente para hacerles sentir incómodos, desde la menor de los sobrinos hasta el propio marido. Todos agacharon la cabeza esperando que algo rompiera el silencio que pesaba como una manta de lana gruesa  prieta con la que se cubren las camas en las casas solariegas de la Sierra, en pleno invierno.

Pero nada sucedió, más que la huida que sigue a la negación.

Después de unos segundos que trascurrieron como horas, la muchacha de piel pálida como la nieve se levantó y fue lentamente andando hasta la salida. Dejó tras de sí el cenador que contenía el incómodo aire que respiraba su familia y sus pasos se fueron hundiendo en la hierba húmeda hasta la puerta. La cerró de un portazo, pues nunca había conseguido hacerlo suavemente sin que se quedara abierta, y hoy no era un día tan distinto al resto.

Sin embargo no iba tranquila, su mente inquieta no paraba de bullir entre pensamientos contradictorios. Su caminar era lento pues en el fondo de sí misma esperaba que alguien hubiera salido tras ella, pero nadie lo hizo.

Eso la ponía triste, y este sentimiento se mezclaba con el recuerdo de lo que acababa de ocurrir. Las imágenes se sucedían atropelladamente y se mezclaban con las sensaciones vividas. La presión, el sentimiento de culpa, los niños tirándose el pan unos a otros y mandando callar a la abuela cuando los regañaba, el hermano y padre de las criaturas protestando y llamando inútil a todo el que le contradijera, su padre sentado con cara de reprobación pero sin hacer nada, el ahogo, la angustia, la cara de circunstancias de su amigo, su compañero y su recién estrenado marido del que se sentía a veces tan lejos, tan incomprendida, la impotencia, el querer escapar, el rostro amargado de su otro hermano ausente como tantas y tantas veces acostumbraba a comportarse en las reuniones familiares…. Y de repente de sus labios salió esa mágica palabra NO.

Mientras estaba dándole vueltas a todo eso sus pasos la habían conducido ladera arriba, hacia el raso como así llamaban los lugareños a la falda de la montaña. De repente a penas si sabía dónde se encontraba. El camino estaba difuminado, perdido entre matorrales secos, altos y amarillentos. Estaba siendo un agosto muy seco, un verano fatal.

Nunca había sido una mujer valiente, atrevida sí, inconsciente y camicace, pero el miedo era su eterno compañero y en esta ocasión no la iba a abandonar, aún más, se convirtió en pánico cuando miró alrededor y se encontró sola, perdida en medio del campo y con el sol a lo lejos despidiéndose del día, cada vez más bajo como su moral.

Empezó a correr ladera abajo pero los árboles, riachuelos y hondonadas que encontraba a su paso la hacían deambular en zig-zag, desandar lo recorrido. Estaba irremediablemente perdida y empezaba a anochecer. A finales de agosto es necesario ponerse una chaqueta en la Sierra, y su vestido de hilo de corte griego se le pegaba a la piel adherido por un sudor frío que la hacía temblar.

Entonces apareció ante ella una cabaña. Un antiguo refugio de pastores de aspecto tan desapacible y frío como la piedra con la que se construyó. No sintió alivio al verlo, si no todo lo contrario. Parecía una escena sacada de un película de terror: un bosque, la noche cayendo, una cabaña, una mujer joven sola y desesperada… No faltaban ni los sonidos aterradores del viento y de los animales nocturnos. Pero esta vez no podía cerrar los ojos y hacer que todo desapareciese. Tenía frío, mucho frío, y dentro al menos estaría resguardada. Finalmente entró.

Para su sorpresa la cabaña no parecía estar abandonada, y la certeza de que alguien pudiera vivir allí y que no estuviera muy lejos no la reconfortó si no todo lo contrario, pero ya estaba dentro y su fina y pálida piel empezaba a recobrar el color una vez resguardada de la intemperie.

Instintivamente se sentó en un rincón y empezó a observar la pobre estancia en la que se encontraba. Era un cuadrado oscuro, a penas si se colaba por un diminuto tragaluz la débil luz del anochecer. Por todo mobiliario había una mesa de madera cuadrada, llena de grietas en la superficie rugosa que sostenía una taza desconchada, un plato de la misma guisa, una vela sobre un candil metálico y una botella que contenía un líquido amarillento en su interior. Dos sillas de mimbre completaban el juego. Sobre una de ellas colgaba una vieja chaqueta de cuero de hombre, forrada por dentro con piel de cordero. Al fondo, un jergón de lana junto a una chimenea.

Aterrada ante el más que posible regreso del propietario de aquellos enseres, su cuerpo volvió a temblar, pero era incapaz de salir de allí. Sus ojos no se despegaban de aquella chaqueta hasta que la puerta se abrió bruscamente y se posaron en su dueño.

Se trataba de un hombre alto y fuerte, con pelo largo, claro, algo desmarañado que apenas dejaba ver unos ojos grises-verdosos, enmarcados por arrugas, ligeramente caídos y llenos de perplejidad ante el descubrimiento de su joven e inesperada visita.

Lentamente cerró la puerta tras de sí y por un instante la oscuridad se hizo plena. Sólo duró un momento pues un destello de luz y azufre iluminó la habitación y prendió la vela que permitió que ambos volvieran a mirarse, frente a frente.

Él no podía despegar la mirada del cuerpo de la mujer, el vestido de hilo negro estaba completamente pegado a su piel por lo que dejaba percibir su desnudez. Unos pechos pequeños pero acordes con el resto de su cuerpo sobresalían desafiantes con los pezones duros, amagando con rasgar el vestido, unos pezones que se situaban a la cabeza de una fina silueta acababa en sinuosas piernas, ligeramente dobladas y echadas hacia atrás.

Ella percibió su lasciva mirada y se quedó aún si cabe más quieta, más paralizada. La sangre subía a borbotones hasta su cabeza que parecía que iba a estallar. Él se acercó de forma sosegada, dejó sobre la mesa que les separaba un par de cadáveres de unas raquíticas liebres con los ojos fuera de sus órbitas, y una escopeta tan vieja y desvencijada que nadie hubiera apostado ni una moneda a que era capaz de disparar.

Al llegar a la joven posó su mano helada y áspera sobre su mejilla y la fue bajando sin prisa, por su cuello hasta deslizarse por el escote mojado sin despegar la mirada de aquellos ojos color miel que no eran capaces de pestañear.

Mientras asía un pecho que holgadamente se contenía en una de sus grandes manos, deslizo la lengua por la mejilla de la mujer hasta penetrar en una boca entreabierta que no oponía la más mínima resistencia. Ambos cuerpos estaban ya irremediablemente entrelazados y se movían rítmicamente al son de unos débiles jadeos que resonaban en la ya no tan fría habitación.

Cuando el éxtasis comenzó a desbordarla, en su cabeza resonaba ese NO que la había conducido hasta allí y que sin embargo no le había sido posible pronunciar mientras aquel hombre la poseía con la fuerza de un animal y la suavidad y el cuidado de un amante la primera vez.

Luego se quedó ligeramente dormida, en una especie de duermevela, percibiendo susurros en la noche de una voz penetrante, algo carraspeada por la vida, mitad dulce, mitad siniestra, como un encantador de serpientes que no dejaba de repetir NO, NO, NO.


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